jueves, 18 de julio de 2013

Ciencia, razón y fe

El despertar de la ciencia

Entre la ciencia y la filosofía parece haber habido, al menos en Grecia, una sucesión bastante ordenada de hegemonías. A la distancia de los siglos parece como si ambas hubieran respetado en discreto silencio el momento de gloria de la otra. Mientras Atenas bullía de filósofos, la ciencia parecía esperar agazapada su oportunidad. Frente a las grandes personalidades que podía exhibir la antropología y la metafísica, las de la medicina y la física eran marginales, más promesas que realidades. Pero el péndulo de la historia terminó por completar su vuelta, y si los siglos V y IV habían sido de la filosofía, los siglos III y II tuvieron una nueva reina. Las disputas filosóficas adoptaron un tono menor, reduciendo sus intereses a la ética, y la ciencia despertó de su letargo para comenzar a ocupar buena parte del escenario cultural de la época.

Estratón, el tercer director del Liceo, continuó la tradición de investigación según el molde aristotélico, pero no ya en Atenas. A la muerte de Alejandro Magno, uno de sus generales, Ptolomeo, se estableció en Alejandría, donde fundó una nueva dinastía. Ptolomeo era hombre culto y refinado; sabía en qué consistía la superioridad de los griegos y mostró un aprecio especial por la cultura. Bajo su amparo, el pensamiento, la poesía y las ciencias tuvieron un financiamiento del que nunca antes habían gozado.

Lo mismo hicieron sus sucesores, que no sólo embellecieron Alejandría con su faro, la luminosa torre de mármol blanco que orientaba la navegación en sus costas, y que los antiguos incluyeron entre las siete maravillas del mundo. También se preocuparon de hacer de su ciudad una nueva Atenas. El mismo Ptolomeo I mandó llamar a Estratón a Alejandría. Con él se trasladó lo mejor de la vida cultural del Liceo, y Atenas perdió para siempre la supremacía cultural que durante siglos la había acompañado.
El Museo de Alejandría, como se llamó el nuevo centro, fue una institución asombrosa para su época. En él se pretendía gestionar el patrimonio cultural de la humanidad, y ello implicaba reunir todas las huellas escritas de la cultura. El Museo llegó a tener una biblioteca de más de medio millón de ejemplares; contaba con salas de lectura y de estudio, centros de investigación biológica, un observatorio astronómico, un zoológico, y un jardín botánico…


La tecnología y la Edad Media

Todavía se cree que la Edad Media pasó estancada en el atraso, y atrapada en una oscuridad mental promovida por la  Iglesia.  Se imagina, pensando en ella, escenas milenarias: paisajes con molinos, campesinos arando tras sus caballos, hilanderas en la rueca - nada que cambiase por siglos. Irónicamente, esas escenas mentales son exponentes de cambios radicales llevados a cabo en la Edad Media. A nuestros ojos, los instrumentos y útiles medievales parecen toscos y bucólicos, sin metales brillantes, luces de colores, o silbidos especializados, así que no los reconocemos por las innovaciones tecnológicas que son.

Los molinos no estaban allí para decorar el paisaje románticamente; eran máquinas, impulsadas por agua o viento (y a veces mareas), que molían grano, tamizaban harina,  curtían cuero, prensaban uvas y aceitunas,  bateaban paño, y trabajaban hierro, labores que en la Edad Clásica se asignaba a esclavos. Para usar mejor los molinos, se inventó un sistema de protusiones del eje de las ruedas para convertir el movimiento circular en un vaivén vertical, usado para  labores como curtir cuero o trabajar hierro. También se usó ese movimiento vertical para impulsar  grandes fuelles que permitían subir la temperatura de las forjas hasta conseguir el hierro. Cuando de Oriente les llegó el secreto de la fabricación del papel, lo produjeron en masa en sus molinos,  y en pocos  años pudieron el papel reemplazó al pergamino.

El campesino medieval solo pudo poner caballos a tirar del arado - reemplazando al ineficiente buey - después que se  adoptó el collar que descansa en los hombros del caballo - desechando  correaje de la Edad Clásica que estrangulaba al caballo y que se adoptaron las herraduras con clavos para protegerles los cascos.

También la rueca fue un invento medieval con el que el hilado se hizo más rápido y eficiente…


El siglo XIX y el temor fáustico

Será recién en el siglo XIX que el tema de la técnica propiamente –como se conocía mayormente a todo el fenómeno tecnológico– empezará a ser objeto de una reflexión especial. Muchos pensadores han coincidido en esta evaluación. Oswald Spengler, autor del famoso ensayo La decadencia de Occidente, opinaba por ejemplo: «El problema de la técnica y de su relación con la cultura y la Historia no se plantea hasta el siglo XIX». Antes la técnica no constituía un asunto independiente y mucho menos un posible problema, y como tal no merecía una atención especial. Aparecía integrado a otras reflexiones como un componente más de la realidad.

El siglo XIX verá un cambio de esta situación. Poco a poco empezará a constituir un fenómeno singular, aislable del resto de factores de la realidad. Esta preocupación se hizo notar por ejemplo en la literatura. Johann Wolfgang Goethe (1749-1832) ensaya una reflexión a comienzos del siglo XIX. En su obra Fausto, terminada de escribir poco antes de su muerte, expresa su preocupación por la técnica. Goethe pone de manifiesto un profundo temor, que ha sido calificado como fáustico en alusión a su obra. Diversos pensadores recogerán esta aprensión fáustica.

En la segunda mitad del siglo XIX aparecerá un género de literatura que será llamado de "anticipación", por su proyección hacia el futuro. Algunos de los escritores que se aventuraron por este género se adelantaron a su tiempo con "vaticinios" que han resultado muy cercanos a la realidad. Dos casos destacados fueron el francés Julio Verne (1828-1905) y el inglés H.G. Wells (1866-1946). Esto muestra, a través de la literatura, un creciente interés por el papel e impacto de la técnica…

¿Entre tecnófilos y tecnófobos?

Las perspectivas de los analistas del fenómeno tecnológico son de todo tipo. Como hemos afirmado, algunos miran con optimismo el futuro y ven más beneficios que problemas. Otros tienen una aproximación más bien crítica con variado grado de reservas, incluso algunos con un acentuado pesimismo y hasta rechazo. Se les denomina de diversas maneras. Los nombres más comunes de las posiciones extremas son, como hemos mencionado, tecnófilos y tecnófobos. Pero no son los únicos calificativos. Algunos llaman a los primeros integrados y a los segundos apocalípticos, según una terminología que popularizó el italiano Umberto Eco en la década de los 60. En ambientes norteamericanos es frecuente escuchar hablar en una perspectiva dicotómica, no siempre precisa ni justa por aquello de polarización simplificadora, de los techies –por la adhesión a la tecnología– y de los humies –por su defensa de un tipo de humanismo–.


La dimensión antropológica y cultural de la tecnología

Conforme la tecnología adquiere más peso en la vida de las personas se han levantado numerosas preguntas sobre su capacidad de influir en el ser humano. Pero a menudo se prescinde de un aspecto fundamental. Cualquier intento por comprender lo que es la tecnología y sobre todo lo que genera en la sociedad debe partir de un hecho fundamental: la tecnología forma parte de la cultura.

Desde esta perspectiva se puede entender mejor por qué se deben considerar como insuficientes tanto las explicaciones que le otorgan vida propia, como las que reducen a la tecnología a un mero instrumento. Los extremos resultan en esto reductivos e incompletos para explicar la realidad. La tecnología tiene algo de autónoma, como tiene también algo de instrumental. Esa autonomía está sujeta a otros factores que están más allá de la mera tecnología, y es ciertamente más que un instrumento. Esto nos lleva a la idea que la persona se hace de lo que es la tecnología y el papel que ocupa en su existencia, y para ello se debe acudir a la pregunta por la dimensión cultural de la tecnología.

A lo largo de la historia se ha utilizado la tecnología como una metáfora o figura para explicar la realidad. Así, por ejemplo, los griegos usaron imágenes tomadas de la alfarería para presentar el universo. Santo Tomás de Aquino comparaba a Dios con un artesano. Después se tomará la figura del reloj mecánico para explicar los movimientos regulares de las esferas celestes y también para graficar la acción creadora de Dios. En 1377 el científico y filósofo francés Nicole d´Oresme acuñó la expresión: "el universo como mecanismo de relojería". La llamada edad moderna mantendrá y difundirá esta imagen del reloj. También la máquina de vapor ha sido usada como figura. Hoy en día la computadora está sirviendo de la misma manera como una metáfora para diversas explicaciones de la realidad. Es común oír hablar en diversos campos como la sicología, la lingüística, la sociología, la economía, de input y output, de descodificación. Se escuchan también a menudo expresiones como "procesar" una determinada información, "programar", "retroalimentar".

http://www.conocereisdeverdad.org/website/index.php?id=2280

Somos libres para pensar por cuenta propia. Pero, ¿tenemos el valor de hacerlo de verdad? ¿O estamos más bien, acostumbrados a repetir lo que dicen los periódicos y revistas, la televisión, la radio, lo que leemos en internet o lo aseverado por alguna persona, más o menos interesante, con la que nos cruzamos por la calle? ¿Estamos dispuestos, en definitiva, a ser o llegar a ser “filósofos”, a entusiasmarnos con la realidad y buscar el sentido último de nuestra vida? El Papa Juan Pablo II afirma algo que parece atrevido a primera vista: «Cada hombre es, en cierto modo, filósofo y posee concepciones filosóficas con las cuales orienta su vida». (Jutta Burggraf)

Los límites del lenguaje científico

El «cientificismo», entendido como una distorsión ideológica crecida en el cuerpo de la ciencia activa, ha adoptado formas diversas… La actitud de muchos científicos ha sido defender que el único lenguaje relevante fuese el científico, y esto -en mi opinión- es un reduccionismo metodológico. El «cientificismo», presumiendo que un hecho puede ser descrito de un solo modo -el físico-, señala que los límites de la ciencia son sencillamente los límites humanos de la capacidad de conocer el mundo…

Si hiciésemos una encuesta por la calle, y, por lo tanto, al hombre de la calle, sobre si existe algún tipo de incompatibilidad entre la ciencia y la religión, creo que el sí obtendría una mayoría abrumadora. Y, seguramente, si preguntásemos por qué creen eso, nos dirían que porque casi todos los científicos son ateos. Y lo segundo es casi tan falso como lo primero.

Hace unos meses, el sociobiólogo E. O. Wilson, famoso por sus estudios sobre el comportamiento comunitario de las hormigas y por afirmar con contundencia que sólo somos simios dotados de conciencia, publicaba su libro ´La creación´. Pero la noticia llamativa es que ahora ha decidido reunirse con diferentes líderes religiosos para trabajar conjuntamente por la preservación de la naturaleza y la concienciación ecológica, pues piensa que la religión y la ciencia son los dos grandes motores de la humanidad. También el conocido matemático de Oxford, Roger Penrose (´El camino a la realidad´), en una reciente entrevista en ´XL Semanal´, además de reconocer con sinceridad las limitaciones actuales de la ciencia y sus discrepancias con teorías como los universos paralelos o la mecánica cuántica, mostraba su respeto por lo religioso y no descartaba la posibilidad de una colaboración entre ciencia y religión. Para algunos científicos parece que comienza a no ser tabú ni vergonzante hablar de religión. Y no sólo eso, algunos hasta se atreven a manifestar su aprecio por lo espiritual, aunque sólo sea en un sentido genérico en consonancia con las corrientes orientalistas y místicas tan de moda ahora en el mundo occidental…


«El ateísmo es el verdadero engaño»

John Lennox, matemático de Oxford: «Cuanto más comprendo la ciencia, más creo en Dios»

Diálogo entre fe y razón

El encuentro del mensaje evangélico con el pensamiento filosófico de la antigüedad fue un momento decisivo para que el Evangelio llegase a todos los pueblos, y favoreció una fecunda interacción entre la fe y la razón, que se ha ido desarrollando a lo largo de los siglos hasta nuestros días. El beato Juan Pablo II, en su Carta encíclica Fides et ratio, ha mostrado cómo la fe y la razón se refuerzan mutuamente. Cuando encontramos la luz plena del amor de Jesús, nos damos cuenta de que en cualquier amor nuestro hay ya un tenue reflejo de aquella luz y percibimos cuál es su meta última…

En la vida de san Agustín encontramos un ejemplo significativo de este camino en el que la búsqueda de la razón, con su deseo de verdad y claridad, se ha integrado en el horizonte de la fe, del que ha recibido una nueva inteligencia. Por una parte, san Agustín acepta la filosofía griega de la luz con su insistencia en la visión. Su encuentro con el neoplatonismo le había permitido conocer el paradigma de la luz, que desciende de lo alto para iluminar las cosas, y constituye así un símbolo de Dios. De este modo, san Agustín comprendió la trascendencia divina, y descubrió que todas las cosas tienen en sí una transparencia que pueden reflejar la bondad de Dios, el Bien. Así se desprendió del maniqueísmo en que estaba instalado y que le llevaba a pensar que el mal y el bien luchan continuamente entre sí, confundiéndose y mezclándose sin contornos claros. Comprender que Dios es luz dio a su existencia una nueva orientación, le permitió reconocer el mal que había cometido y volverse al bien…

De todas formas, este encuentro con el Dios de la Palabra no hizo que san Agustín prescindiese de la luz y la visión. Integró ambas perspectivas, guiado siempre por la revelación del amor de Dios en Jesús. Y así, elaboró una filosofía de la luz que integra la reciprocidad propia de la palabra y da espacio a la libertad de la mirada frente a la luz. Igual que la palabra requiere una respuesta libre, así la luz tiene como respuesta una imagen que la refleja. San Agustín, asociando escucha y visión, puede hablar entonces de la « palabra que resplandece dentro del hombre ». De este modo, la luz se convierte, por así decirlo, en la luz de una palabra, porque es la luz de un Rostro personal, una luz que, alumbrándonos, nos llama y quiere reflejarse en nuestro rostro para resplandecer desde dentro de nosotros mismos. Por otra parte, el deseo de la visión global, y no sólo de los fragmentos de la historia, sigue presente y se cumplirá al final, cuando el hombre, como dice el Santo de Hipona, verá y amará. Y esto, no porque sea capaz de tener toda la luz, que será siempre inabarcable, sino porque entrará por completo en la luz.

La luz del amor, propia de la fe, puede iluminar los interrogantes de nuestro tiempo en cuanto a la verdad. A menudo la verdad queda hoy reducida a la autenticidad subjetiva del individuo, válida sólo para la vida de cada uno. Una verdad común nos da miedo, porque la identificamos con la imposición intransigente de los totalitarismos. Sin embargo, si es la verdad del amor, si es la verdad que se desvela en el encuentro personal con el Otro y con los otros, entonces se libera de su clausura en el ámbito privado para formar parte del bien común. La verdad de un amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona. Naciendo del amor puede llegar al corazón, al centro personal de cada hombre. Se ve claro así que la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde, sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace posible el testimonio y el diálogo con todos.

Por otra parte, la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material, porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de armonía y de comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la ciencia. (Papa Francisco, Lumen fidei, 32-34 )





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1. Comente: "La tecnología se usa, los animales se quieren y las personas se aman".
2. ¿La tecnología es ambigua? Ilustre con un ejemplo.
3. Describa "una mentalidad tecnologista".
4. ¿Cuál es la principal diferencia entre cientificismo y pluralismo realista? Explique.
5. ¿Cómo enfrenta la ciencia el determinismo? Explique.
6. ¿Qué le impide a un científico ser ateo? Explique.
7. Comente: http://www.youtube.com/watch?v=tqIQPtqCBQA 
8. Comente las intervenciones de sus compañeros.